No perdemos la vida si entendemos que desapareció

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En un mundo saturado y disperso ser el lector de un poeta, a través de los años, podría leerse como una apuesta por la concentración y la confianza, por el agotamiento de una mirada -en la lectura del otro- que inclina la cabeza o la levanta en el aire para después recordar y decirnos algo en la distancia.La escritura compartida, además, no solo sería la suma de una serie de posibilidades y peligros, sino también la música sobre la cual construimos nuestros lazos personales y nuestras conversaciones.Más allá de estas reflexiones iniciales, que de algún modo intentan explicar mi presencia en este lugar, me gustaría agregar algo más: desde hace años la poesía se ha transformado en una fuerza descontrolada y proliferante, que lucha por mantenerse a sí misma en una feroz relación con nosotros mismos y con el mundo circundante; un espacio que siempre parece estar repitiéndose. Pero quien lea estas páginas descubrirá otra posibilidad: que la vieja desesperación y los juegos de palabras se han cambiado por un sabio ejercicio de digresiones, por un camino para la comedia doméstica y la suavidad del drama, como si el dolor y la confesión fuesen los lados gastados de una moneda que ya no sirve y que ahora intercambiamos por entretenimiento, ironía y cierto alivio frugal.De este modo conseguimos dar unos pasos para la transmutación de las cosas en otro tono, y ese tono es una especie de casa nómada que desde siempre ha buscado autonomía. Autonomía de la belleza, de la política, de las modas, de los excesos y la velocidad, de sus propias tradiciones y conflictos y, finalmente, autonomía de la vida.

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