«Estábamos todos, pero solo lo vi yo», escribe la autora en uno de los textos que componen este libro. Y también: «La mayoría de las cosas de cuando era niña sucedían así». Esa mirada, que podría ser unánime y sin embargo es solitaria, juega con la luz y la sombra mientras enuncia cómo es que suceden las cosas. De ese prontuario bellísimo, impenitente, dolorosamente preciso, nace esta colección de estampas de la infancia. Una secuencia de impresiones que suspende el tiempo y el espacio, e instala coordenadas nuevas. El cruce, desprovisto de nostalgia, se hermana con una vitalidad insobornable que reúne todas las edades en una sola y es presente. Parece ahora cuando el cuerpo late, huele, disimula o se pierde. Es hoy que la mirada de esta criatura se expande, se encoge, se sacrifica, dice y predice. El paisaje es vívido. Respira. Late. Se mueve. Parpadea. Vacila. Tiembla. Se ríe. En cada átomo, los bríos, la gracia. Ahí, la arboleda, el estanque, las plantas que trepan por paredes rugosas o que se derraman como una melena, en una cascada. Aquí, vertebrados o invertebrados, guardados en formol. Más acá, las paredes habituales de una casa capaz de asfixiar. En las inmediaciones, un hombre que se va como un zapato en llamas. En Jardín interior la autora cruza uno o varios puentes mientras atestigua milagros y ensoñaciones, mientras ensaya, ausculta, enumera, consigna, suplica, teme, muere, nace, muere y vuelve a nacer.